Esta experiencia que constituye un lugar común para los creyentes se hace más palpable y vívida en aquellas personas cuya vida está marcada cotidianamente por las privaciones, la fragilidad o la marginación. Y, de esta manera, como nos dice el Papa en su mensaje, las personas vulnerables y empobrecidas son testigos de una esperanza fuerte y fiable que se contrasta y se reafirma cada día. Ellas nos anuncian a Dios como nuestra verdadera esperanza y nos ayudan a confiar con más fuerza en la certeza firme y alentadora de su amor. Ellas nos ayudan a relativizar y poner en un segundo plano tantas esperanzas efímeras que nos desvían de nuestro verdadero tesoro, el único capaz de colmar los deseos y anhelos más hondos de nuestro corazón que las riquezas materiales por sí solas nunca pueden saciar.
El Papa León XIV también subraya con fuerza en su mensaje el destino universal de los bienes y la necesidad de trabajar por el bien común. Todo ello es un recordatorio para los creyentes de las dos relaciones fundamentales que nos definen: la filiación y la fraternidad. La filiación evoca nuestro servicio del Señor de la creación y el buen uso que debemos de hacer de los recursos que ha puesto a nuestra disposición para dar continuidad a su proyecto. La fraternidad acrisola nuestra filiación, «¿cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?» (1 Jn 4,20). La fraternidad es una llamada que se entronca en la caridad y en la justicia.
Con en otros escritos magisteriales, León XIV nos vuelve a recordar la unidad indisoluble que existe entre las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. La esperanza nace de la fe, que la alimenta y sostiene, sobre el fundamento de la caridad, que es madre de todas las virtudes. Esta circularidad de las virtudes nos pone cara a cara con una verdad: la esperanza cristiana se encarna en la caridad, no es un pensamiento etéreo o una huida espiritualista. La verdadera esperanza nos hace mirar la realidad de forma comprometida y responsable y alienta en nosotros iniciativas que concretan y visibilizan el reinado de Dios (cf. Lc 4,18-19).
En la línea de los anteriores Papas, este escrito vuelve a señalarnos que los empobrecidos no son un objeto solo para dar salida a nuestros impulsos filantrópicos ni siquiera de nuestra atención sociocaritativa, sino que son sujetos de pleno derecho de las comunidades cristianas. Más aún, las personas vulnerables evangelizan a la comunidad, porque la ayudan a comprender mejor lo que como Iglesia celebra y anuncia y a reconocer y vivir desde la fe la fragilidad intrínseca a nuestra condición humana.
En la Archidiócesis de Valladolid este año, la Jornada Mundial de los Pobres va a estar vinculada con la sensibilización de la Trata de personas, una de las mayores lacras que azotan hoy a nuestro mundo. Además del habitual encuentro de los agentes socio-caritativos diocesanos, en el mes de noviembre, durante tres semanas consecutivas (los miércoles 5,12 y 19), en el salón de actos de los Padres Agustinos, se van a ofrecer tres conferencias que pretenden acercarnos y comprometernos más con las personas que sufren esta forma tan acuciante de vulneración. También, este año, de forma extraordinaria, la colecta de la IX Jornada Mundial de los Pobres irá destinada a apoyar a las distintas congregaciones religiosas y entidades sociales que acompañan a las personas que son víctimas de la Trata.
En este año Jubilar que se va acercando a su fin, seamos peregrinos de esperanza realizando en nuestro caminar como Iglesia esos pequeños signos esperanza que el Papa apunta en su mensaje: las casas-familia, las comunidades para menores, los centros de escucha y acogida, los comedores para los pobres, los albergues, las escuelas populares; signos, a menudo escondidos, pero que como la levadura del evangelio hacen fermentar la buena masa que Dios nos ha entregado.
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